No es este un relato de un héroe mencionado en los libros de historia, de esos que retaron al gobierno sólo con armas, éste es el relato de un hombre que con el tiempo se volvió leyenda…
Jacinto nació en la ciudad de Campeche a la sombra de un convento. Sus padres, nativos mayas, estaban designados al servicio de los religiosos franciscanos, quienes muy pronto se dieron cuenta de la excepcional inteligencia y vivacidad del pequeño Jacinto, por lo que decidieron hacerse cargo de su educación.
Un fraile de la orden de San Francisco le enseñó teología, latín, gramática, moral e historia. Cuando el religioso recibió la orden de continuar su apostolado en Mérida, llevó consigo a Jacinto, el joven indígena.
Quizás se pudiera pensar que cobijado bajo el hábito de los monjes, Jacinto terminaría siendo un religioso, o al menos un devoto eternamente fiel y al servicio de Dios, o al servicio de los siervos de Dios, porque los tiempos no hubieran permitido mayor cosa. Pero el conocimiento le hizo libre. Sus ojos se abrieron y se dio cuenta de la injusticia que estaba sufriendo su pueblo.
Pronto comenzó a manifestar su rebeldía con hechos y palabras. Los monjes de la comunidad le amonestaron y conminaron a la sumisión y al silencio; más Jacinto ya no podía callarse ni someterse, por lo cual los superiores de la orden decidieron que fuera expulsado del convento.
En cuanto se le cerraron las puertas de la orden religiosa, Jacinto entendió a la perfección cual era su misión y destino, por ello se fue a la feria del pueblo, y ahí, en la esquina más concurrida, arengó a los indígenas para rebelarse contra los españoles, quienes habían venido a quitarles todo y convertirlos en sus siervos.
Jacinto era de verbo fácil, de actitud firme y decidida.
Era todo un líder de corazón valiente, que hablaba a la perfección la lengua maya, por ser su lengua, pero además era perfecto su español, y sabía muy bien la historia de su pueblo. Nadie podía engañarle. Entendía que los españoles habían puesto de rodillas a su gente con dos armas poderosas: la cruz y la espada. Y era hora de liberarse de ambas.
La gente comenzó a llamarlo Jacinto Canek, en honor del último cacique de la casa maya de los itzaes Can Ek (Serpiente feroz), quien había dirigido la resistencia desde Chetumal.
Por supuesto que las autoridades españolas pronto se percataron que había un indio agitando las masas y dieron la orden de aprenderlo. Más Jacinto Canek logró escapar internándose en la selva, acompañado de un grupo de rebeldes, quienes le apoyaron para iniciar la ofensiva contra las autoridades españolas que gobernaban Yucatán.
Tras una serie de enfrentamientos entre autoridades e indígenas rebeldes, Jacinto Canek fue capturado y puesto en prisión. Pero logró escapar. Y se le capturó varias veces, más era un indio tan hábil y astuto que siempre encontraba el modo de escabullirse de las prisiones, por lo cual más tardaban en atraparlo que él en evadirse de la cárcel.
Por todas partes se comenzaron a unir los indígenas con Canek. Los indios no necesitaban de muchas explicaciones, en cuanto les llegaba el llamado a la rebeldía, mostraban un corazón decidido, porque no había indio alguno que no estuviera en contra del yugo al que se les sometía.
Aquello se estaba convirtiendo en un auténtico polvorín de proporciones gigantescas. Por lo cual el gobernador de Yucatán brigadier José Crespo y Honorato, ordenó a sus tropas, restablecer el orden en la península.
El duro enfrentamiento entre tropas y rebeldes se dio en el pueblo yucateco de Sotuta. La batalla no fue nada fácil para los indios, porque aquellos soldados estaban muy bien adiestrados y traían excelentes armas y buenas estrategias. El resultado del enfrentamiento fue de 600 indios rebeldes y 40 soldados muertos. Los indios habían logrado incendiar la villa de Kisteil, una hermosa propiedad española, más por desgracia las tropas lograron capturar a los indígenas rebeldes, siendo así como el 7 de diciembre de 1761, jacinto Canek fue conducido a Mérida como prisionero.
Canek fue acusado de Alta Traición a la Corona española y sentenciado a ser descuartizado vivo, atenaceado, quemado su cuerpo y esparcidas sus cenizas por el aire…
Esta vez los cerrojos fueron inviolables. No hubo cómplice que pudiera abrir las puertas y darle nuevamente la libertad a Jacinto Canek, por lo cual llegado el momento, la sentencia se cumplió al pie de la letra.
Se le sometió a la tortura ordenada, se destrozó su cuerpo y después fue arrastrado hasta la plaza principal de Mérida, donde se colocó a la vista de todos, como una grave señal de advertencia. Después de tan ignominioso proceso, se prendió una enorme hoguera y fue arrojado al fuego.
Cuando el fuego lo consumió todo, las cenizas fueron recogidas, se les llevó a un valle cercano a los montes y ahí se entregaron a los vientos.
La rebeldía prosiguió por mucho tiempo. El nombre de Jacinto Canek no es quizás muy conocido, pero sus cenizas aún vuelan por los vientos de esta tierra que gracias a corazones como el de Canek se ha convertido en la promes de un México libre.
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